Las intenciones del francés Philippe Delerm en los textos breves que conforman su libro El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida ¿son biográficas? En un estricto sentido de la palabra lo son, pues hablan de la vida, en especial, y usando sus propias palabras, hablan de los “pequeños placeres de la vida”. Me refiero particularmente a tres textos: “El primer trago de cerveza”, “Las esferas de vidrio” y “Llamar desde una cabina telefónica” : Beber cerveza, tener una esfera de vidrio, hacer una llamada telefónica son asuntos que irrecusablemente forman parte cotidiana de la vida. Ahora bien ¿son textos autobiográficos? Aunque Delerm se ha propuesto ocultarlo con cierto pudor, sus escritos no tendrían sentido si no hubieran sido extraídos de su propia experiencia. Lo que pretende, y con frecuencia consigue, es partir de una experiencia íntima, desnudarla de datos personales y contándolo todo en la primera persona del plural, involucrar a sus lectores. Más que contar su experiencia, lo que Delerm quiere es que los lectores la vivan con él, que se identifiquen con esas sensaciones que él ha tenido o que al contar esa experiencia capacite al lector para reconocerla en el futuro, cuando le llegue a suceder y pueda disfrutarla.
Entonces los textos de Philippe Delerm ¿qué son? ¿Biográficos? ¿Autobiográficos? Se puede acusar al francés de hacer literatura y sería cierto, pero en particular lo que hace no tiene género y si hubiera que acuñar uno, podría ser escritura polibiográfica, pues convierte la vivencia de uno, que es propia, en la vivencia de muchos, que es ajena.
Para exponerlo con mayor claridad es preciso ir a los textos (1):
En “El primer trago de cerveza” el asunto está sobre la mesa. Pocas personas negarían la delicia que puede ser una cerveza fría en el momento y en el lugar adecuado. Delerm lo da por hecho y comienza haciendo lo que para él es una verdadera revelación: no el hecho de beber una cerveza entera, sino beber el primer trago solamente, es lo que vale la pena. El resto es anodino una abundancia chapucera escribe. El primer trago es la cumbre y de ahí en adelante todo es bajada. Llega a elaborar un divertido juego de palabras:
Bebemos para olvidar el primer trago.
Como si dijera que bebemos para olvidar un primer amor, el primer trago de cerveza es el idilio que surgió entre ese líquido y nuestro paladar y de tan placentero resultado que duele recordarlo. Exagera el autor, pero no importa. Se tiene licencia para exagerar si el resultado hace de algo tan vano como beber cerveza, una experiencia irrepetible. Esa exageración y también esa extralimitación llevan a Delerm a paladear el trago antes de darlo, a detenerse en la palabra trago y al pronunciarla hacerla un placer espumoso en los labios, una frescura en la tráquea. La cerveza es amarga, es sabido. Delerm juega con esa idea de la amargura que no es un sabor, sino un estado de ánimo, en contraposición con la alegría que genera beberla: Amarga alegría es la unión de dos contrarios, un milagro del lenguaje. Ahora la invitación que el francés hace al lector ya es doble: que se deleite con una experiencia y a la vez que disfrute del lenguaje que enuncia esa experiencia.
“Las esferas de vidrio” es un texto en el que la vivencia es algo menos fisiológico y más abstracto. Es una mezcla del placer que brindan a la vista esos objetos, con el placer de la imaginación.
Se necesita vista e imaginación para entrar en una esfera de vidrio, para aceptar que esa ciudad en miniatura no es una mentira infantil, para entender que siempre sea invierno en esa ciudad y que sólo si la agitamos desencadenamos una tormenta de nieve. Una vez aceptado todo esto cada quien ve en ella algo. Delerm nos lo anuncia:
Las esferas de vidrio algo recuerdan.
Pertenecen a esa lista de objetos que desencadenan los recuerdos, como souvenir prefabricados (llaveros, postales, ceniceros, tazas…) que representan las circunstancias en las que fueron comprados, para quién los compramos o quién nos lo regaló. O aquellas cosas que de manera íntima liberan nuestra memoria (el olor a pasto cortado, un perfume, el color de una prenda, una canción, etc.). Así, las esferas de vidrio, aún cuando pretenden ser distintas, son todas formalmente iguales, y funcionan como esas bolas de cristal en las que los adivinos decían ver el futuro, pero en este caso cada uno vería un fragmento especial de su pasado, algo inolvidable que dormita en la conciencia. Delerm encuentra ahí dentro reinos de alta soledad pero también un mundo al alcance de la mano que lentamente recupera la tranquilidad, es decir, encuentra esperanza.
Sobre el tema que toca el tercer texto yo debo confesar algo: abomino los teléfonos. Me parecen detestables porque me ponen en desventaja conmigo mismo, me hacen sentir torpe en la conversación, me niegan toda esa información visual, olfativa y táctil que da el hablar con alguien cara a cara. Vivo creyendo que arruino mis amistades cuando hablo con ellas por teléfono, que los teléfonos propician el desencuentro y la evasión entre las personas y que son, sin embargo, un mal necesario. Camino siempre con mi peor enemigo colgado de la cintura en forma de celular. A él debo mil bondades y yo nunca termino por aceptarlo.
Lo que Delerm cuenta en su texto “Llamar desde una cabina telefónica” es menos visceral: de la incomodidad que da meterse en una cabina telefónica y el rito de hacer una llamada pasa a la maravilla que ofrece en cambio: hablar con un ser querido, escuchar su voz.
¿No es curioso todo lo que la pura voz puede decir de una persona que amamos: de su tristeza, de su fatiga, de su fragilidad, de sus ganas de vivir, de su alegría?
La respuesta a esta pregunta es sí, es curioso, y sí, en la voz está toda esa gama de tonalidades que interpretamos casi con desesperación. También para mí, cuando he estado lejos de las personas que quiero, el teléfono ha dejado de ser mi último recurso para convertirse en mi mayor esperanza. Entonces la prosa de Delerm me funciona y comparto su experiencia y sus palabras. El final de este texto es tan hermoso que roza los ámbitos del poema en prosa, cito:
Esa voz, tan cerca y tan lejos, te dice que París no es un exilio, que las palomas vuelan por encima de las bancas, que el acero fue suavemente derrotado.
En suma, Philippe Delerm no pretende apropiarse de vivencias comunes cual si aplicara sobre ellas un derecho de autor. No busca burlarnos o embaucarnos con su estilo literario, todo lo contrario: sacrifica lo pequeño, lo propio, para ofrecer al lector lo grande, una experiencia que cualquiera de nosotros pueda disfrutar. Pero lo más importante es que con cada texto da un modelo a seguir, un instructivo para asombrarse ante la propia vida, para deleitarse con el lenguaje que se ha de usar y, sobre todo, para que los principales tema de escritura no sea necesariamente los grandes logros o las peores tragedias que cada quien guarda, sino saber encontrar los pequeños placeres cotidianos; los que tenemos siempre al alcance de la mano y nunca los reconocemos.
(1) Me apoyo en las traducciones que hiciera, para la revista El Zahir, José Julián Collado en 1997 y no en las más conocidas, de Javier Albiñana, que Tusquets Editores difundiera un año después.
Ensayo antologado en el libro Veinte años de ensayo selección e introducción de Armando González Torres (Fonca-Conaculta, México, 2010).
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